miércoles, 27 de diciembre de 2017

ELOGIO DEL SILENCIO

Escribo esto desde uno de los escasos bares que todavía guardan en su recinto el secreto de su silencio, cuyos ingredientes son bien sencillos: no tener televisión, ni hilo musical, ni máquina tragaperras. Tan escasos se han vuelto esos bares en nuestras ciudades, que si hace tan solo una década se podían contar por decenas, ya solo los podemos contar por unidades, y eso después de habernos dado una larga vuelta de cabo a rabo por nuestra geografía urbana. Tal ha sido en las últimas décadas el perfeccionamiento técnico de nuestras sociedades para conspirar contra el silencio y acabar atropellándolo.  Y pese a que me he convertido en los últimos años en un perfecto buscador frustrado de este tipo de establecimientos- y es que no consigo escribir en ellos si no hay un mínimo de silencio-, pese a  que en la nueva ciudad en que vivo acabo de encontrar por fin un bar –antiguo- que respeta el silencio, tengo que decir que tal vez sea la primera y la última vez que venga a este bar. La razón es simple: una vez que la civilización en su desarrollo técnico ha conseguido liquidar el silencio, éste se vuelve una experiencia espantosa cuando hace su aparición.  Esto último que acabo de decir, naturalmente, es una exageración literaria; volveré más a menudo por este bar, pero me ratifico en la tesis que contendrá este escrito: hemos conseguido hacer  de una de las experiencias más maravillosas de la vida una cosa rara y espantosa. Y lo más doloroso es que ni siquiera la echamos de menos ni nos damos cuenta. Probablemente haya muchas personas que crean que entran habitualmente en bares o establecimientos donde mora el silencio. Hay que despejar este error. El silencio no mora ya en ninguna parte porque lo hemos deshabitado a base de instalar televisiones, hilos musicales y toda clase de aparatos percutores de ruidos. El silencio, aquel ámbito precioso que en su tiempo elogiasen místicos y poetas, sabedores ellos de que su presencia era garantía y matriz de una experiencia mística o poética, y por tanto acceso a un conocimiento auténtico y peculiar, ya es hoy, a comienzo de siglo, una especie en extinción. La mayoría de las personas que puedan leer estas líneas no han tenido en los últimos tiempos esa experiencia de entrar en un bar silencioso, libre de todo ruido que no sea el de las conversaciones de los parroquianos o de los movimientos naturales que emiten los cuerpos y las cosas en su roce cotidiano con el mundo. Lo sé de buena tinta. Ya he comentado que soy un infatigable buscador de bares silenciosos y que el resultado es que me fatigo en vano, que no aparecen nunca esos bares, que en muchos de los bares a los que acudo apenas duro en ellos más que unos minutos, al cabo de los cuales me tengo que levantar espantado por un atronador aluvión de ruidos que me deja tan aturdido, que no sé bien para dónde tirar y acabo olvidándome en ellos periódicos, paraguas y hasta la cartera y la mochila. Pero hay que decirlo y es por eso que escribo estas líneas. Si hoy en día los bares son de un ruidoso que espanta, hay una cosa todavía más espantosa: y es un bar silencioso. Ahora que estoy aquí escribiendo estás líneas desde un bar donde es posible escuchar el tic-tac del péndulo de un reloj, donde se oyen los amortiguados pasos de la camarera al llevar a las mesas la taza de café del desayuno, donde se pueden escuchar los carraspeos y el zumbido de las hojas del periódico cuando sus lectores pasan página, o el rasguñar de los granos de azúcar en el sobre antes de espolvorear y diluirse en el café, incluso el cespitar de la alfombra ante el peso de las patas de las sillas justo cuando un parroquiano toma asiento;  en este bar donde aún se pueden escuchar los borborigmos que produce el motor de la nevera junto con el roce de los abrigos de los clientes que quedamente nos van diciendo hasta luego, como si temieran asustar al silencio, antes de dejar oír el vaivén de la hoja de la puerta que se cierra tras su paso; en este recinto donde se puede oír el balanceo de una mesa con una pata más corta que las otras y donde las cucharillas lloran mientras dan vueltas al azúcar en el café con leche, donde las servilletas de papel gimen cuando son  rasgadas y donde podría intuirse psicofónicamente hasta el crepitar de las  almas,  en un bar así, se crea o no se crea, el silencio es ya una experiencia tan insólita, que puedo jurar que espanta y dan ganas de exclamar: ¡Música, Maestro!



Como no quiero que este escrito se alargue mucho, voy a dejarme de literatura y voy a ir directamente al grano de lo que quiero expresar.  Este escrito lo voy a titular "elogio del silencio", porque pocas cosas naturales existen  -¿existían?- tan bellas y tan necesarias como el silencio. Hace tan sólo unas décadas  ensayar un elogio del silencio hubiera sido algo cursi, superfluo, que causaría perplejidad y que no llamaría la atención. Hoy, más que un panegírico al silencio, hay que escribirle una necrológica o dictar lacónicamente su epitafio. Y lo más grave que se puede añadir, dado que estamos a los pies de un silencio que nos yace encima casi expirándonos en la cara, es que es imposible llevar a cabo ninguna actividad creativa si no viene acompañada de su viva presencia. La paradoja del desarrollo de la técnica nos ha conducido a una coyuntura donde todo aquel establecimiento comercial que no coloca un hilo musical o un par de pantallas de televisión, deja de modernizarse, y una vez que el rodillo de la modernidad ha pasado por encima como una apisonadora, uniformándolo todo, aquellos establecimientos que se rezagan quedan señalados, estigmatizados precisamente por la ausencia de ese rasgo de modernidad, y se instala entre nosotros, cuando los visitamos, la sensación de que algo no funciona, sensación de falta de vida y plenitud, de que ese  establecimiento ha sido tocado por la decrepitud y está ya al borde del derribo y de la demolición; y si bien el silencio es requisito de cualquier creatividad, labor o conversación fructífera, enseguida se siente como una presencia amenazadora, como la presencia de algo angustioso que se nos cierne, la presencia del tedio y de lo inmóvil, es decir: sentimos la presencia de la muerte. Es de esta forma torticera, cómo aquello que verdaderamente representa la muerte, cual es lo mecánico, lo tecnológico –en forma de máquina tragaperras, televisión o hilo musical-, aquello que precisamente carece de vida porque es una máquina, es así como viene  a suplantar y ocupar el lugar de aquello que es fuente de vida y de plenitud: cuál es el silencio.

No se soporta el silencio porque ahora, por un desplazamiento producido por el mismo progreso técnico que ha engendrado todo tipo de cachivaches ruidosos relacionados con la sociedad del espectáculo, viene a representar  lo viejo, lo caduco, lo que pertenece a otro tiempo, lo pobre y demasiado austero, aunque paradójicamente el silencio sea precisamente la riqueza aún indefinida, la plétora sin fin que permite todo pensamiento y todo sonido sin distorsión; aunque precisamente sea el silencio  lo diáfano, y por tanto lo que nos da claridad, pero precisamente por ser transparente, el silencio nos devuelve aquello que no queremos ver: nuestra propia imagen en auténtica soledad. Y estos ya casi antediluvianos establecimientos que hasta hace muy poco poblaban nuestras ciudades para dar albergue a ávidos y concentrados lectores o afanosos escritores y artistas,  estos establecimientos que eran sede permanente de creatividad y animadas tertulias continuamente improvisadas, se los ve ahora perecer precisamente por dar pábulo a este silencio bienhechor, y mueren de inanición por no poder alimentarse del ruido venido de las televisiones y de los hilos musicales: ¡qué desgracia!, los embotados clientes desertan de ellos. Los jóvenes porque los sienten anacrónicos; los clientes habituales porque comienzan a espantarse ahora de esta figura de muerte con la que se encuentran al entrar y que es esta experiencia espantosa que vengo reseñando: oír el silencio nos comienza a dar auténtico pánico.  Habría que preguntarse, claro está, de que huye el hombre moderno cuando huye del silencio.

Se podría pensar que este escrito no es más que una queja. Lo es, por supuesto, pero no se puede ver sólo como una queja. La queja es el primer gesto de protesta que se esboza cuando algo amenaza la salud de nuestra existencia. Para los inenarrables cambios que han abigarrado y alborotado los últimos quince años, noto que las personas alrededor se quejan demasiado poco, como si se hubieran resignado de la rabieta de perder un chupete a cambio de una piruleta. La piruleta no nos va a impedir olvidar el chupete, ni el chupete olvidarnos  de aquello que más se nos antoja y nos recuerda el hontanar que vino a darnos vida  y alimento nutricio. Es lo que le pasa al hombre de nuestros días, que a cambio de cachivaches tecnológicos se está olvidando de dónde viene y, por tanto, comienza a no tener idea de hacia dónde va, porque simplemente se deja llevar por la corriente del progreso técnico, sin ofrecer resistencia ni tomar conciencia. Decía Eugenio D’ors que nada hay tan moderno como lo que no debe cambiarse. Se puede cambiar casi todo, pero no hay que olvidarse de la permanencia de las cosas que deben permanecer. Si la tecnología y las nuevas costumbres con ella aparejadas cambian lo que no debe cambiarse, ya no estamos ante lo moderno, sino ante una de las formas con que se disfraza la barbarie. Esta es la tesis, por supuesto. Diciéndolo en palabras de Picasso: nada importante ni creativo se puede hacer sin soledad.  No habló Picasso del silencio, porque en su tiempo aún no había sido herido de muerte, pero tendría que haber añadido exactamente lo mismo: nada importante ni creativo puede ser engendrado sin su presencia. Vivimos en un entorno continuamente exasperado por los ruidos, exasperación que alcanza en  primer lugar al ser humano, que se ve aturdido y trata de escapar  de todos lados, sin saber de qué escapa y sin darse cuenta de que nada de lo que hace puede tener fuerza y fecundidad porque le falta el abono del silencio, y que toda su obra espiritual está comenzando a cimentarla ahora sobre las movedizas arenas de una atronadora barahúnda de ruidos (mientras ahora vuelvo a corregir en un ciberchiringuito este texto antes de lanzarlo a la red, una música atronadora salida de un hilo musical me impide digna y mínima concentración; la falta de silencio en nuestra sociedad es un atentado contra la dignidad del hombre, así, tal cual queda dicho y sin ningún escrúpulo por mi parte. O como ha dicho Ramón Andrés, el silencio se ha quedado relegado a lo religioso y es otra derrota de la sociedad civil.)


Y ésta es la cuestión: que toda civilización, además de edificarse sobre su producción técnica, se edifica también, y sobre todo, sobre su producción espiritual. Las fábricas donde se han asentado las atronadoras máquinas pueden producir sus materiales productos de consumo con una fertilidad automatizada, sin que nada de su productividad por ello se resienta. Hasta pueden prescindir de sus obreros, y cuanto más atronador llegue a ser el pandemónium de ruidos producido por la máquina, más productos lanzará al mercado. No es el caso de las producciones espirituales, sin los que una cultura acaba decayendo y volviéndose exánime y que para nada dependen de las máquinas, sino que laboran a su pesar y en su contra. Mi tesis es sencilla y ni siquiera es tesis, por tratarse de algo obvio, pero que no se oye por ahí a menudo, tal vez porque la falta de silencio y la superabundancia de cháchara comunicativa no nos deja oírnos. El ser humano, en medio de un puro alboroto de ruido, sólo puede parir espiritualmente un puro caos y alboroto en que ya se está convirtiendo la cultura. Hágase la experiencia, si alguien lo logra. Búsquese un bar o cafetería que no tenga más ruidos que los humanos, que carezca de televisores, hilos musicales y demás zarandajas: y una vez que lo hayan encontrado, siéntense y aguarden a tener una de las experiencias más numinosas y terroríficas de su vida.  Lo verán pronto aparecer: es el fantasma del silencio. No se asusten demasiado: obsérvenlo como quien se apresta a contemplar una obra de arte abstracto, al inicio sin comprender nada, ni tener clara noción de sus contornos, hasta que, poco a poco, se pondrá a comunicarse con nosotros desde lo más profundo de su seno y a desplegar sus virtualidades latentes. Yo ya lo he degustado en esta cafetería en vías de extinción, y mientras he estado aquí sentado, he podido comprobar otro de los gestos corteses que están a punto de desaparecer de un planeta que se dirige a marchas forzadas hacia otra vuelta de tuerca más en la alienación humana. Durante el tiempo en que he dado forma a mis palabras, ha entrado no menos de una docena de clientes, casi de puntillas y sin hacer ruido, y uno por uno han ido dando, casi en cuchicheo, los “buenos días”, algo que ya no se estila en los bares convencionales, que son verdaderas barahúndas de ruidos y descortesías varias. La razón es sencilla: el ruido nos da licencia para pasar desapercibidos y no enfrentarnos con nuestra propia soledad, aquella que San Juan de la Cruz calificara de sonora. Hasta hace poco, la cultura propiciaba una soledad armónica que engendraba sonidos; hoy la soledad se ha vuelto disruptiva y sólo produce ruidos. Y sin verdadera soledad, como diría Picasso, no se puede mirar directamente a los ojos de la gente y decir a cada persona, lisa y llanamente, “Buenos días”, que es, desde tiempos inmemoriales, la manera más hermosa y cordial que han encontrado los hombres de saludarse cada mañana sin  interrumpir su silencio. 

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