martes, 20 de marzo de 2018

AFORISMOS Y CAVILACIONES 21. Sobre máximas y aforismos


 


La máxima busca decir lo máximo con las mínimas palabras.
 
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Una buena máxima es aquella que no admite ninguna réplica.
 
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El buen aforismo es el que logra permanecer en la memoria para ser usado por la inteligencia gracias a que nos ha tocado el corazón.
 
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La buena máxima es el atajo que nos evita los largos discursos.

 
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La máxima no busca las palabras; simplemente, se las encuentra.
 
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El asiento natural de toda máxima no es el cerebro, sino el corazón.
 
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Aunque las máximas no entiendan de números, buscan su exactitud.
 
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El verdadero sonido de las máximas es el silencio con el que nos persuaden.
 
 
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La máxima se parece al verso en que concede gran importancia al ritmo. Si no tiene pies, tampoco tendrá cabeza.
 
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Lo que nos proponen las máximas no es una meditación, sino una invitación a la acción.
 
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Las máximas sólo cobran sentido en el momento en que actuamos con arreglo a ellas.
 
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La elocuencia de las verdaderas máximas radica en su sinceridad.
 
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Toda máxima aspira a ser moral y a obrar en el obrar. Toda máxima, por tanto, debería rezar de la siguiente manera: “Obra de tal manera que…”
 
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Toda máxima debería ser lapidaria, hablar con la elocuencia de un muerto al que se le ha concedido el don de la palabra durante unos pocos segundos.
 
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La buena máxima ha de acertar en la diana que nadie ve.
 
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La máxima es la respuesta que más se aproxima a la resolución del enigma que el pensamiento nos plantea.
 
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La máxima que no es capaz de movernos a la acción, cae en saco roto. Confunde la cáscara con el fruto.
 
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La buena máxima utiliza su elocuencia para lograr callarnos.
 
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Lo malo del aforismo y de la máxima es que ciñen al escritor a tal brevedad en su expresión y pensamiento que a la postre acaban cortando las alas a quienes apuntan a más altos vuelos.
 
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Un aforismo no es una reflexión en forma de párrafo abreviado, ni un rico jirón desprendido de algún párrafo. Si un párrafo se abrevia queda mutilado. El aforismo no nace como mutilación ni como abreviatura sino como una condensación de pensamientos que han madurado en una sola formulación.


 
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El aforismo que logra formularse no caza más que aves de bajo vuelo, nada más que pensamientos superficiales. Pues no se llega al pensamiento profundo por haber acertado en la diana, sino por cavar y cavar, trazando círculos concéntricos, hasta que lo que estaba enterrado aflora a la superficie.

 
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A menudo se componen pensamientos sólo jugando con las palabras porque las palabras también nos permiten jugar con los pensamientos.
 
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Hay entre los aforistas una diferencia entre aquellos que pretenden decir algo verdadero con ingenio y los que simplemente consagran su genio al descubrimiento de verdad. Los primeros practican un culto superficial al ingenio; los segundos se convierten sacerdotes de la verdad y se consagran a la filosofía.
 
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La mayor parte de los aforistas solo formulan opiniones. La verdad es patrimonio de la filosofía y suele refugiarse en el silencio del sabio.
 
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La práctica de escribir aforismos, más que enseñar a tener pensamientos, nos enseña a escribirlos para dar apariencia de que los tenemos. Nos acabamos quedando siempre en una superficie que además es falsa, pues es la superficie, no de un pensamiento, sino de una escritura que simula tener pensamiento.
 

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